Fray Marwan Di’des: la historia de la vocación del párroco de Nazaret

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“La vocación es algo sencillo”: así empieza a contar su historia fray Marwan Di’des. El fraile franciscano de la Custodia de Tierra Santa, actualmente párroco de la iglesia latina de Nazaret, sintió desde muy pequeño el deseo de ponerse al servicio de la Iglesia. Con la sencillez de un muchacho de catorce años, de hecho, le decía a su madre que quería entrar en un convento y convertirse en “abuna” (así se llama a los sacerdotes en árabe). Años más tarde, esa semilla maduró y le llevó a emprender su camino de formación en la Custodia de Tierra Santa.

¿Cómo surgió tu vocación?
Desde pequeño veía al sacerdote en el altar y me gustaba, como si fuera un bonito trabajo que me gustaría desempeñar. Me atraía servir en el altar y lo hacía con frecuencia.
Procedo de una realidad compleja en la que tuve contacto con cristianos de todos los ritos: asistí a escuelas gestionadas por los anglicanos, mi madre era cristiana católica y la familia de mi padre era cristiana ortodoxa.  Por eso, crecí con una mentalidad abierta, en la que “hay sitio para todo y para todos”.  En un momento de mi vida, sin embargo, me alejé de la Iglesia.  A los diecisiete años ingresé en la Juventud Franciscana y fue precisamente durante una de las marchas franciscanas cuando recuperé el deseo de entrar en el convento.  Cuando lo hablé con mi madre, me pidió que terminara mis estudios y que pasara el examen de madurez antes de decidir mi futuro. Así lo hice. Era el 1 de agosto de 1992 cuando entre en el convento, el último día de la marcha franciscana.

¿Cuáles fueron las etapas hasta llegar al sacerdocio?
Estuve en Italia para estudiar italiano, después hice el noviciado en Ein Karem, dos años de filosofía en Belén y cuatro años de teología en Jerusalén.  Pero el segundo año de estudio de teología, empezó una gran crisis. No quería ser sacerdote sino solo seguir siendo fraile franciscano laico.  Nunca supe el porqué de esta crisis, pero recuerdo que durante un año tuve muchas reuniones con el director espiritual y mi maestro, que me decían que para ellos estaba clara mi vocación al sacerdocio. Después de la profesión solemne como fraile franciscano, se acercaba el día de la ordenación al diaconado, pero yo todavía no había encontrado respuesta a las dudas que sentía dentro de mí.  Mi nombre estaba en las invitaciones, pero yo no había invitado a ningún amigo.

¿Cómo llegaste a entender que estabas recorriendo el camino correcto?
La tarde antes de la ordenación al diaconado, recuerdo que estaba en crisis, porque me sentía empujado por los demás a seguir el camino sacerdotal, que en ese momento sentía que no quería.  Fue a ver a mi maestro y le dije solamente que si al día siguiente me encontraba en la sacristía, me ordenaría sacerdote con los otros, pero que si no era así, no me buscara.  Esa noche le pedí a Dios una señal y mientras me encontraba solo en el baño escuché claramente una voz: “Te he dado muchas veces la respuesta y todavía pides una señal”.  De inmediato, se me apareció ante los ojos la imagen de Jonás en el vientre de la ballena, símbolo de la resurrección de Jesús.  Como los judíos, que pedían una señal pero no veían los signos ya presentes en la Biblia.  Me asusté: estaba trastornado.  Después de las vísperas, me fui a la cama agotado, como tras una larga jornada de trabajo.  Al día siguiente, fui el primero en llegar a la sacristía y estaba seguro y feliz con mi ordenación al diaconado.

También más tarde, el día de mi ordenación al sacerdocio, fue un día importante. Temblaba por el miedo y lloraba porque tenía dudas sobre la voluntad del Señor. Era como si el Señor me hubiera abofeteado, por no querer entender. Me desperté. Más adelante en mi vida religiosa tuve otros problemas, pero lo que sucedió al comienzo de mi vocación me dio mucha fuerza para superar muchos obstáculos.

¿Dónde has servido en Tierra Santa hasta hoy?
Estuve seis meses en el Santo Sepulcro, después como párroco adjunto en Jerusalén y luego quince años en Belén. Aquí he dirigido durante muchos años la Casa del Niño y fui director de la escuela de Tierra Santa de Belén. Desde agosto de 2019 soy párroco de la iglesia latina de Nazaret.

Hay que preparar siempre a las personas para nuestra partida, y así lo hice con los chicos de la Casa del Niño y de la escuela de Tierra Santa. Cuando me despedí con un micrófono, en una plaza con 1200 personas, había mucho silencio. No fue fácil para mí dejar Belén. Pero así es nuestra vida franciscana, nadie dijo que fuera fácil.  Surge siempre un vínculo afectivo con la gente y es normal que cuando se abandona a personas y lugares sea doloroso. Al final, su recuerdo permanece en el corazón y eso puede ser algo bello o doloroso. Yo intento siempre disfrutar cuando recuerdo los preciosos días en Belén.

¿En tu historia, cómo consigues reconocer la voluntad del Señor?
Madurar en la fe no se consigue de la noche a la mañana: comienza con nuestro nacimiento. Crece cada vez más o este camino se destruye y se va por otra vía.  Este continuo construir una cercanía cada vez más próxima al Señor me ha dado la fuerza para entender la presencia del Señor en mi vida.  Si se observa la propia vida y se ve que en muchos momentos Dios ha estado en ella, se entiende que seguirá estando.  Pero es una conciencia que madura día tras día, a nivel personal. La educación cristiana y la formación son importantes, pero la confianza en el Señor es una experiencia estrictamente personal.  Como el perdón: debe renovarse cada día. Yo perdí a mi hermano, que fue asesinado durante la segunda intifada, y nunca supimos quién lo mató.  Durante los primeros dos años solo tenía en mi interior un sentimiento de rabia contra personas que ni siquiera conocía. Y entonces comprendí que el perdón debe practicarse día a día. Así es la confianza en el Señor.

 

 

Beatrice Guarrera

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