«Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida»: Fiesta de Todos los Santos en Jerusalén | Custodia Terrae Sanctae

«Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida»: Fiesta de Todos los Santos en Jerusalén

Jerusalén, iglesia de San Salvador, 1 de noviembre de 2011

Esta mañana, en la iglesia parroquial de San Salvador, la comunidad franciscana ha celebrado la fiesta de Todos los Santos, con la recitación de los laudes y la santa misa presidida por fray Artemio Vítores, vicario custodial. En la celebración han tomado parte también algunos voluntarios y amigos de la Custodia junto con algunos miembros de la comunidad cristiana local.

La fiesta de Todos los Santos –ha precisado fray Artemio en su homilía- es una de las fiestas más importantes del Año Litúrgico porque la santidad, suma prerrogativa de Dios, distingue también a aquellos que están cerca de Él. San Pablo llama santos a los cristianos, porque están unidos a Dios en el bautismo. Son, sobre todo, los mártires los que más participan de la santidad del Padre porque han sacrificado su vida por fidelidad al Señor. Precisamente, la conmemoración colectiva de los mártires, en el primer milenio cristiano, se ha ido afirmando como la solemnidad de Todos los Santos. Ya en el año 609, en Roma, el papa Bonifacio IV consagró el Panteón dedicándolo a la Virgen María y a todos los mártires, que se entregan enteramente al amor de Dios y de los hermanos. Además, los santos no son solo aquellos reconocidos oficialmente como tales sino «una multitud inmensa, que ninguno podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7,9), el coro incontable de todos aquellos que «han pasado a través de la gran tribulación y han blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (Ap 7,14) y que, de esta forma, se han hecho semejantes al Hijo de Dios. Por esto, san Juan afirma que, a pesar de que «aquello que seremos no ha sido aún revelado, cuando Él se manifieste, nosotros seremos semejantes a Él, porque le veremos tal y como Él es» (1 Jn 3,2).

Jesús, con las palabras de las Bienaventuranzas (Mt 5,3-12), nos revela el camino a recorrer para alcanzar la santidad y conseguir la felicidad auténtica, destinada a durar por siempre. Escribe el papa Benedicto XVI: «En efecto, Él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; Él es el perseguido por causa de la justicia. Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella. En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza.»

La fiesta de Todos los Santos es, por tanto, la fiesta de la Iglesia, llamada a ser enteramente santa, a través de la santidad de todos sus hijos. «Si estos y aquellos lo son, ¿por qué no yo?», así se expresaba san Agustín al hablar de los santos. La vocación a la santidad, es decir a una vida en plena comunión con Dios y con los hermanos, se dirige a todos desde siempre, desde el Antiguo Testamento: desde el inocente Abel hasta Abrahán, «amigo de Dios», el cual «creyó en el Señor, el cual se lo reputó por justicia» (Gen 15,6); desde Moisés, al que Dios concedió que le hablara «cara a cara, como un hombre habla a otro hombre» (Ex 33,11), a Juan el Bautista, precursor de la Nueva Alianza (Mt 11,9-15) y representante eminente de la gran mística; desde los antiguos profetas a los justos del Nuevo Testamento; desde los mártires del inicio del Cristianismo a los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de la fe de nuestra época. Este estilo de vida, en su variedad de vocaciones y modalidades en que se vive, interpreta plenamente la exigencia de la entrega de sí a través de lo que se tiene, hasta el límite extremo de la entrega de la propia vida, con la misma abnegación y obediencia al Padre con las que Cristo afronta la cruz. Porque a través del camino de la cruz, la caridad de la cruz que interpreta la responsabilidad del amor hacia todos los hombres, quien busca la santidad coloca el punto central en la permanencia en el amor de Dios, operante plenamente en Cristo, principio de vida y de sentido para todo creyente. Es entonces cuando se podrá experimentar el esplendor de la santidad, gustar la dulzura de la auténtica bienaventuranza, escuchando en lo más íntimo la verdad de las palabras del Señor: «No temas por lo que vas a sufrir: el diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis tentados, y sufriréis una tribulación de diez días. Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Ap 2,8-11).

Texto de Caterina Foppa Pedretti