Sábado Santo: las primicias del octavo día | Custodia Terrae Sanctae

Sábado Santo: las primicias del octavo día

En este Sábado Santo, el alba despunta y los peregrinos se reúnen ya delante del convento de San Salvador. Se preparan a celebrar la vigilia pascual en el Santo Sepulcro, celebrada extrañamente de madrugada, según las reglas de la repartición de los santos lugares con las otras Iglesias cristianas. La basílica está casi vacía: ni turistas ni peregrinos interfieren en la ceremonia franciscana. La liturgia manifiesta toda su fastuosidad.

Presidida por el patriar latino, S. B. Mons. Fuad Twal, se caracteriza por una gran serenidad gracias a la calma inusual de la basílica. Los cánticos de los frailes resuenan por todas partes durante la procesión, en la piedra de la unción y durante la misa. En definitiva, hay menos gente con respecto al resto de ceremonias pascuales. Quizá el horario matutino ha desanimado a los peregrinos, ya exhaustos por el ritmo de los primeros días de fiesta. Quizá algunos han dejado de venir por temor a las condiciones de acceso a la basílica, en un año en el que la Pascua es común a todas las Iglesias y treinta mil peregrinos, hace algunas horas, querían entrar en la basílica para el Fuego sagrado de los ortodoxos.

Así, los peregrinos presentes siguen con atención las lecturas y oraciones. La atmósfera tranquila es más que bienvenida después de dos días intensos, en una ciudad tomada al asalto por peregrinos judíos y cristianos. Desde primeras horas del día, los ortodoxos estaban ya en el Santo Sepulcro esperando la celebración del Fuego nuevo, por la tarde. Muchos están en oración, otros están adormecidos. Detrás de la tumba de Cristo se sucede una extraña escena. Un grupo de mujeres greco-ortodoxas con delantales están trabajando: empastan, mezclan y extienden. Tras ellas hay una especie de cocina que da directamente a la basílica, en la que se calienta la cera, mezclada después con una especie de pasta. Desde la tarde anterior, fabrican pequeños discos de cera que servirán para sellar la tumba de Cristo.

Mientras tanto, las velas se encienden en la parte de los franciscanos, se intercambian el signo de la paz y se procede a la bendición del agua. A pesar de la fatiga, los rostros sonríen dulcemente, como si estuvieran en paz. La ceremonia termina con una procesión y el Aleluya de Haendel, interpretado al órgano, resuena en la basílica. Mientras los frailes vuelven al convento, los peregrinos ortodoxos se agolpan contra las vallas, en espera de entrar en la Anástasis, la Resurrección, para el momento culmen de las fiestas de Pascua en Jerusalén.
Al mismo tiempo que la liturgia de los franciscanos termina y la policía coloca las vallas en todas las calles, los jóvenes árabes cristianos de la ciudad vieja de Jerusalén se reúnen, en torno a las diez de la mañana, en las callejuelas cercanas al convento de San Salvador.

Reportera por un día para el sitio en internet de la Custodia, me he unido a ellos sin saber lo que me esperaba. Me he encontrado en medio de un grupo de chicos con camisetas rosas, en las que estaba impreso el rostro de Cristo. Bailando y subiendo por las espaldas unos de otros, han cantado –o más bien, gritado- en árabe: «Las personas cambian, pero nosotros seguimos siendo los mismos, los árabes del barrio cristiano», golpeando al unísono sus «tabel», los tambores locales.

Una muchedumbre de gente se apretuja, alegre y feliz, esperando lo que aún debo venir. Hacia mediodía, de hecho, la gente, tras haber caminado tras los exploradores del barrio, intenta entrar en el Santo Sepulcro. Un auténtico cara a cara con la policía israelí, que filtra la entrada al lugar santo. La fiesta casi se transforma en una revuelta y no hay ninguna piedad, tanto de una parte como de la otra. Además, los jóvenes árabes consiguen llegar a la plaza, después al edificio de Cristo atestado, cantando de nuevo en árabe ante los presentes. Después, prefieren reunirse en el techo del Patriarcado griego, mejor que permanecer dentro, en espera del Fuego santo; es un lugar tranquilo y relajante, según dicen. Y es verdad que un poco de descanso entre amigos no hace mal, después de tantas emociones.

El sonido grave de las impresionantes campanas de la Anástasis llena de alegría las callejuelas de la ciudad. El «milagro» se ha vuelto a cumplir y el Fuego, símbolo de la resurrección, libera la alegría de la Pascua. La gente se felicita, se abraza, los exploradores vuelven a su desfile llevando el fuego nuevo de casa en casa, en el barrio cristiano. Los cánticos resuenan por las ventanas: «Cristo ha resucitado de entre los muertos; con la muerte, ha vencido a la muerte; y a los que están en la tumba, ¡les ha devuelto la vida!».

Los franciscanos todavía celebrarán la resurrección del Señor en la basílica, en un oficio nocturno y, después, nuevamente, el domingo por la mañana junto al patriarca. Ha sido Semana Santa, ha habido vigilias y mañana será el octavo día.