Retiro de los seminaristas en el desierto de Judea | Custodia Terrae Sanctae

Retiro de los seminaristas en el desierto de Judea

Como todos los meses, también este mes de diciembre la fraternidad del estudiantado ha hecho su retiro. Por estar en el tiempo de Adviento este retiro se ha desarrollado de forma inusual. La primera parte la hemos celebrado en el desierto de Judea (Wadi al-Quelt), y la segunda en Belén. ¿Por qué en el desierto? Desde siempre, el desierto ha sido el “lugar teológico” para el encuentro entre Dios y el hombre, entre Dios y su pueblo.

El pueblo, en marcha hacia la Tierra prometida, fue conducido al desierto y allí recibió la Ley. El desierto es el lugar adonde se retira el profeta Elías antes de cumplir con su misión. En el desierto, Juan el Precursor se prepara para anunciar la venida del Mesías. Y finalmente, Jesús, tras el bautismo en el Jordán, es empujado por el Espíritu hacia el desierto, antes de iniciar su ministerio.

El desierto es un crisol donde uno puede llorar -como hizo el pueblo elegido- por aquello que ya no tiene, o donde se pueden vencer con éxito -como hizo Jesús- todas las tentaciones, poniendo el espíritu en forma. ¡Por eso! El desierto es un lugar de purificación que pone en el punto de mira la esencia misma del hombre, un lugar que permita buscar lo esencial y verdadero, que invita al recogimiento y a la intimidad con Aquel que, en la soledad, se deja encontrar, nos llena de su amor, nos muestra su fidelidad y nos da nuevas fuerzas y entusiasmo para seguir por un camino nuevo. Estar en el desierto significa lanzarse a un nuevo lugar para, paso a paso, llegar a un modo de ser nuevo, un estado de vida nuevo.

Empapados de todo esto, también nosotros, puestos en el camino de los “buscadores de Dios”, nos hemos abandonado en este “lugar”. Hemos dejado espacio a la Palabra de Dios que, como de costumbre, es radical: “Que se alegren el desierto y la tierra árida… la tierra seca se transformará en fuentes de agua” (Is 35, 1.7), “transformaré el desierto en un lago de agua, la tierra árida en zona de fuentes” (Is 41, 18).

Todas estas maravillas de gracia las reconocemos como ya cumplidas por el Señor en el mundo con su Encarnación, fuente de salvación para toda la humanidad. El Señor las ha cumplido en nuestra vida de hombres, de creyentes, de religiosos, y las llevará a término el día de su última venida. Nuestro encontrarle y dejarnos encontrar por Él, en el desierto, no podía acabar allí. En Belén, el encender la última vela de la corona del Adviento durante las vísperas, nos ha hecho ser más conscientes de que el recuerdo del nacimiento del Señor se acerca. Le hemos renovado nuestra disponibilidad, que es por toda la vida, a atenderle, a acogerle. Por eso hemos cantado el himno que la Iglesia siempre ha cantado: “¡Marana tha, ven Señor!”. Sí, porque celebrar la Navidad no sólo significa hacer memoria de la venida de Cristo a la tierra sino, sobre todo, hacerle espacio en nuestra vida para generarlo en la fe y darle a luz en los hermanos.

Terminadas las vísperas hemos tenido incluso la posibilidad de rezar en la santa Gruta. El día ha acabado con una cena fraterna y la vuelta al convento.

A vosotros, lectores que leéis nuestra crónica, os deseamos una buena preparación para la Natividad del Señor. ¡Que se encarne en vuestra vida!