Natividad de la Santísima Virgen María | Custodia Terrae Sanctae

Natividad de la Santísima Virgen María

La procesión comienza en San Salvador, sede de la Custodia de Tierra Santa en Jerusalén, bajo la guía del vicario custodial, fra Artemio Vítores. Los franciscanos se unen a la comunidad de fieles en Santa Ana. La quincena de frailes franciscanos desciende por la vía San Francisco, sube por la Via Dolorosa y después por la calle de la Puerta de los Leones, en el corazón de la Ciudad Vieja. El ruido de los bastones de los kawas, que abren la procesión, se mezcla con los sonidos de la ciudad. En el zoco, los vendedores intentan atraer a los viandantes con sus gritos. Se puede escuchar a un profesor árabe que intenta mantener la calma entre sus alumnos. Algunos grupos de peregrinos murmuran algunas palabras, se persignan y se unen al paso de la procesión.

Al llegar a la basílica de Santa Ana, lugar tradicionalmente venerado como la casa de los santos Joaquín y Ana, los padres de la Virgen María, el grupo ha aumentado considerablemente. Son numerosos los fieles que han venido para celebrar la Natividad de María, este 8 de diciembre.

Aquí se hablan diez lenguas, o incluso más. Al italiano de los franciscanos se unen el francés, el árabe, el español, el alemán, el portugués, el griego, el hindi, el ruso y el latín.

Su Excelencia el señor Alain Rémy, Cónsul general de Francia, llega y ocupa el puesto a él reservado para asistir a esta misa consular. Antes de empezar la misa, los celebrantes descienden a la gruta para incensar el icono de la Natividad. Ruido de sillas, la gente se saluda, se presenta, se reconoce.

Se crea un silencio cuando la celebración se traslada de la gruta al presbiterio. Fra Stéphane Milovitch, secretario de la Custodia, preside la celebración. Hay un silencio relativo a causa de los peregrinos que entran y salen de la basílica durante el transcurso de la celebración, lo que no parece distraer a ninguno. Los fieles están concentrados en la sus oraciones y sus cantos.

Fuera, en el exterior, la gente se impacienta, está ocupada, discute con el vecino. Aquí, un fraile indio se encuentra con compatriotas suyos; allí, un sacerdote explica a un grupo de sorprendidos holandeses que “se trata de una misa para los franceses”, y que aún se prolongará por algunos minutos.

El último canto no ha terminado aún de resonar cuando los fieles descienden de la basílica a la gruta para honrar el lugar y el icono de la natividad de la Virgen. Luego, la gente se encuentra en el jardín de los Padres Blancos y se cuenta todo aquello que no ha sido posible contarse antes de la misa. Se busca un idioma común, pero se mezclan las lenguas.

Por un instante se puede escuchar rezar y hablar con una sola voz y las divisiones que vive este país parecen estar casi olvidadas. Pero sólo por un instante.

David Francfort