Jerusalén: Nuestra Señora de los Siete Dolores | Custodia Terrae Sanctae

Jerusalén: Nuestra Señora de los Siete Dolores

 

 

Siguiendo la tradición de Tierra Santa, la celebración de la solemnidad de Santa María Dolorosa del Calvario comienza la Semana Santa en la basílica del Santo Sepulcro.

Gracias al Status Quo, la tradición de la Custodia de Tierra Santa sigue colocando esta solemnidad el viernes anterior al Domingo de Ramos. Establecida en esta fecha por Benedicto XIII en 1727 y después trasladada al 15 de septiembre durante el concilio Vaticano II, en el Santo Sepulcro está viva la solemnidad preconciliar recordada como la solemnidad de los Septem Dolorum Beatae Mariae Virginis (Siete Dolores de la Santísima Virgen María) que se celebra en el altar dedicado a ella, en la parte que separa la propiedad de los griegos ortodoxos de la de los latinos.  Los siete dolores de María citados en el Evangelio narran toda la historia de la Virgen recordando la profecía del anciano Simeón, la huida a Egipto, el episodio de Jesús perdido y hallado con doce años en el templo de Jerusalén, el encuentro de la Madre con su hijo en el camino de la cruz hacia el Gólgota, su presencia al pie de la cruz participando del sufrimiento de su Hijo moribundo, la acogida en sus brazos del Hijo al bajarlo de la cruz y la entrega al sepulcro del cuerpo de Jesús.

La celebración fue presidida, según la tradición, por el vicario custodial, fray Dobromir Jazstal. El canto del Stabat Mater atribuido a Jacopone da Todi precedió la lectura del Evangelio y acompañó la entrada de los asistentes y concelebrantes en la profundidad desgarradora del Misterio de hoy.  Durante la homilía, fray Dobromir enfatizó que “el dolor de María, que la hace realmente “dolorosa”, tiene la misma connotación que el dolor de Cristo”, es decir, es también “instrumento de redención” porque está profundamente unido al del Hijo que muere en la Cruz. María supo y quiso participar en el misterio salvífico “asociándose con alma maternal al sacrificio de Cristo, consintiendo amorosamente la inmolación de la víctima engendrada por Ella”, como recuerda Lumen Gentium 58.  Y así María, en ese momento, vuelve a ser madre: ya no del Hijo de Dios sino de la Iglesia naciente, se convierte en Madre de los hombres salvados por la Pasión y muerte de Cristo.

Como salvados y creyentes, cada uno tiene una misión que cumplir: aceptar la Palabra de Dios y hacer que la Palabra acogida se cumpla en la propia vida, como se cumplió en María.  “Necesitamos mirar la Cruz continuamente para aprovechar la fuerza que nos trasmite”, afirmó fray Dobromiral finalizar. “Y mirando la Cruz veremos a la Madre intercediendo por nosotros y enseñándonos cómo recibir, cómo obedecer, cómo hacer la voluntad del Padre hasta el final”. 

 

Giovanni Malaspina