Jaffa: Han llegado los eritreos | Custodia Terrae Sanctae

Jaffa: Han llegado los eritreos

Neiat, Hadas, Tredos, Helena y Abraham han llegado recientemente a Tel Aviv. Tras los sudaneses, ahora les toca el turno a los eritreos, llegados hasta aquí abandonando su lejano país. Me han contado su difícil aventura. Quieren huir de la miseria, de un duro y difícil régimen militar en el que los jóvenes – chicos y chicas- deben hacer el servicio militar por una duración indeterminada, sin ninguna motivación lógica, por larguísimos años, como ocurre en tantos países donde hay dictaduras. De esta experiencia salen psicológica y físicamente destruidos.

Dejan Eritrea como en un éxodo. La primera etapa es el Sudán, lo que les cuesta el pago de 700 dólares, un dinero que generalmente les procura algún familiar que vive en el extranjero. Desembolsado el dinero, no reciben ninguna otra indicación que la del camino a seguir para llegar a algún posible campo de refugiados. Nada más. Abandonados a la suerte, al hambre, a la sed, al frío y al calor, al peligro de los malhechores, las violaciones a las mujeres… 700 dólares es el precio por una información. Caminan a pie. A los más afortunados es posible que les toque la suerte de poder recorrer algún trecho del camino hacinados como bestias en algún furgón. Pero como bestias –nos cuentan-, sin ninguna posibilidad de movimiento, ni siquiera para poder extender las piernas o los brazos. Un viaje largo que se realiza generalmente en las horas nocturnas. De día descansan escondidos, por miedo a que alguien les encuentre o para huir de los controles. Un modo antiguo de andar, siempre igual, que forma parte del caminar por el desierto donde la duración del viaje viene calculada por el número de noches necesarias para realizarlo.

El segundo pago se realiza en Egipto. Otros 700 dólares por una travesía difícil y penosa. Los controles son numerosos. Los que no tienen miedo a arriesgar y tienen unos mayores recursos económicos se dirigen al oeste, hacia Libia, en cuyas playas esperan para embarcarse hacia Europa en esas pateras que desgraciadamente vemos tan frecuentemente en la televisión. Los precios para este último y arriesgadísimo tramo del viaje son altísimos. Para los demás está la península del Sinaí que deben atravesar, en pleno desierto. Para sobrevivir comen algunas galletas y beben agua “depurada” con gasolina, para usar la mínima indispensable. La frontera con Israel es la más peligrosa. Los soldados egipcios disparan a quien trata de acercarse a la red metálica coronada por el alambre de espinas. Para muchos, demasiados, el viaje acaba aquí, muertos por el disparo de un fusil. El miedo es enorme, pero la desesperación, la voluntad de salvación, el instinto de supervivencia hace que se suelte en algunos el muelle que les permite trepar por la alambrada y saltar a la zona israelí. Algunas mujeres han hecho esto cansadas, con las últimas fuerzas y con un niño colgado del cuello. Una vez que han llegado a la tierra prometida son acogidos como refugiados políticos.

En Israel permanecen con unos documentos que deben renovar cada dos ó tres meses, que es lo que dura el permiso de residencia temporal.

A los que yo he conocido son todos cristianos. Después de haber pasado algún tiempo en el hospital para reponerse, suelen trabajar en la única ocupación que se les suele ofrecer: la limpieza de apartamentos y locales públicos. No saben qué es lo que el futuro les deparará, no tienen muchas perspectivas. A pesar de ello, dan las gracias al Señor y confían en Él. No pueden volver con sus familias, que sobreviven en un estado de extrema necesidad.

He tenido ocasión de visitar a alguno de ellos. He estado en su apartamento, un semisótano cercano a la estación central de Tel Aviv, una zona que se ha convertido en un barrio popular reservado a los trabajadores extranjeros. Quisieron que probara su comida típica tradicional y me ofrecieron café siguiendo un rito particular. Comen llevando la comida a la boca con la mano derecha, como todos los pueblos pobres que respetan la sacralidad de la comida, un bien a compartir comiendo todos del mismo plato. A mí, como deferencia, me dieron una cuchara. Una cuerda atravesaba todo el local y en ella estaban colgados los pañales de un recién nacido y una niña pequeña. Un signo de vida nueva. En una esquina, en una cama pequeña, dormía plácidamente George, de algunos meses, protegido por una imagen sagrada puesta sobre la almohada. Su madre estaba fuera, buscando trabajo. A George le habían dejado bajo el cuidado de una joven compañera que comparte el apartamento y el cuidado del niño. También ella es mamá: tiene una niña de dos años, Diana, y un bebé, Rubiel, de pocas semanas. En casa atiende al recién nacido y hace de mamá también de George. Son madres que se ayudan. La fuerza de la vida tiene las de ganar y ofrece signos de alegría y esperanza.

Una vida dura la suya, a pesar de lo cual la serenidad no desaparece sus rostros. Y siguen confiando en el Señor.

Fray Arturo Vasaturo