El Espíritu que nos da vida: Pentecostés en Jerusalén

El domingo 8 de junio, a primera hora de la mañana, los frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa se reunieron en el Cenáculo en el monte Sion para celebrar Pentecostés.

En esta solemnidad, la Iglesia conmemora la efusión del Espíritu, que Jesús entregó a sus discípulos reunidos en el Cenáculo, cincuenta días después de la Pascua.

El Custodio de Tierra Santa, fray Francesco Patton, presidió la vigilia el sábado por la noche en la iglesia de San Salvador y la misa dominical en el Cenáculo.

La víspera de la fiesta

La liturgia de la vigilia de Pentecostés reproduce la de la vigilia pascual, para subrayar el profundo vínculo que existe entre la solemnidad de la Pascua y Pentecostés.  En este día se cumple la promesa de Cristo: el don del Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia.

La celebración comenzó con una rica liturgia de la Palabra, compuesta por cuatro lecturas acompañadas de otros tantos salmos. El recorrido bíblico abarcó desde la confusión de Babel (Gen 11, 1-9) hasta la revelación de Dios en el monte Sinaí (Ex 19, 3-8a.16-20b). A continuación, siguió el pasaje profético del “valle de huesos secos” de Ezequiel (Ez 37,1-14), reavivados por el soplo del Espíritu, y el anuncio profético de Joel sobre la efusión del Espíritu de Dios sobre toda la humanidad  (Jl 3,1-5).

En su homilía, el Custodio invitó a todos los presentes a seguir las huellas del profeta Ezequiel, invocando y acogiendo el espíritu de Dios. “Como Ezequiel, debemos permanecer en medio de este cementerio en que se ha convertido el mundo y confiar en Dios. Estamos llamados a mantener el corazón obstinadamente libre de sentimientos de rabia, rencor, odio y sed de venganza, para que al menos un rincón de nuestro corazón siga abierto a la compasión, la reconciliación y el perdón, es decir, al amor que sana y resucita”.

El Espíritu que nos da vida

La misa del domingo en el Cenáculo se celebró de forma privada ante un pequeño número de fieles. El evangelio de Juan, proclamado durante la misa, está ambientado precisamente en este lugar, donde Jesús, durante la Última Cena, promete a sus discípulos el don del Espíritu.

El don del Espíritu Santo – subrayó el Custodio – nos da vida, nos hace hijos y hermanos, nos convierte en morada de Dios. [...] El Espíritu transforma así la convivencia humana en experiencia de fraternidad y nos lleva a comprender el camino de la paz.

Las segundas vísperas

Por la tarde, los frailes se reunieron de nuevo en el Cenáculo para celebrar las segundas vísperas, que marcan la conclusión de la solemnidad de Pentecostés y del tiempo de Pascua. Durante la procesión inicial y el canto del Magníficat, se incensó el espacio adyacente al lugar que tradicionalmente se identifica con la última cena donde, según la tradición, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles y María mientras estaban reunidos en oración.

Lucia Borgato

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