«Dios nos ha creado para vivir siempre»: Conmemoración de todos los fieles difuntos | Custodia Terrae Sanctae

«Dios nos ha creado para vivir siempre»: Conmemoración de todos los fieles difuntos

Iglesia de San Salvador, Jerusalén. 2 de noviembre de 2011

En la mañana de este 2 de noviembre, la iglesia parroquial de San Salvador estaba llena de gente con ocasión de la santa misa solemne de conmemoración de todos los fieles difuntos. Junto al padre Simon, que ha presidido la celebración en árabe, estaban presentes como concelebrantes fray Artemio Vítores, vicario custodial, y fray Nirwan, sacerdote muy activo en el ámbito parroquial. Además de numerosos religiosos y religiosas, en la iglesia había muchísimos miembros de la comunidad árabe cristiana local y un gran número de jóvenes, entre los que estaban las estudiantes cristianas del College de Terre Sainte, una de las escuelas femeninas de la Custodia franciscana, que está gestionada por las Hermanas de San José. Estaban también presentes los colaboradores, voluntarios y amigos de la Custodia, además de algunos peregrinos de distintas partes del mundo.

Al finalizar la santa misa se ha realizado la tradicional procesión a los cementerios cristianos –superior e inferior- del Monte Sión. En un clima de recogimiento y profunda participación, entre oraciones y cantos en árabe y latín, la procesión ha atravesado las callejuelas de la Ciudad Vieja de Jerusalén que, desde la iglesia de San Salvador, conducen al Monte Sión, pasando junto a la Puerta de Jaffa y atravesando, en parte, el barrio armenio. Detrás de la Puerta de Sión, en el espléndido escenario en el que se encuentran los lugares del Cenáculo y la iglesia de la Dormición de María, un poco hacia adelante, en el lado derecho, se encuentra el cementerio franciscano, donde reposan los restos de muchos de los frailes que han pertenecido a la Custodia de Tierra Santa en el pasado. Aquí, la procesión ha hecho una primera parada para la bendición de las tumbas, acompañada siempre por las oraciones y el recuerdo emocionado de los vivos. Posteriormente, el grupo se ha desplazado en dirección a las pendientes del Monte Sión, a poca distancia de la iglesia de San Pedro en Gallicanto, para visitar los dos cementerios inferiores, donde muchos de los presentes se han querido detener en oración ante las tumbas de los familiares difuntos y depositar en ellas sus ramos de flores. Mientras fray Nirwan bendecía el lugar, todas las personas que se han acercado hasta el cementerio en esta jornada particular y que no se habían unido a la procesión, se han recogido en oración, participando en este momento con gran devoción. Como es tradicional, después, a todos los presentes se les ha ofrecido un vino dulce, como signo conmemorativo de cuantos ya nos han precedido en el camino hacia la eternidad. Al finalizar la ceremonia, antes de retirarse, muchos han sido los que han querido rendir un homenaje a la tumba de Oskar Schindler, el empresario alemán que, durante el nazismo, salvó a 1200 judíos del exterminio. Él, reconocido Justo entre las Naciones por la comisión israelí del Yad Vasehm el 18 de julio de 1967, murió en Alemania el año 1974 y su cuerpo fue trasladado a Israel, al cementerio católico de Jerusalén. Hoy, su tumba, cubierta enteramente de innumerables piedras –como es costumbre entre los judíos-, es meta de visitas frecuentes por parte de cristianos y de judíos.

El origen de esta fiesta del 2 de noviembre se remonta a finales del primer milenio, en la tradición del monaquismo benedictino cluniacense. La extensión de esta fiesta a toda la Iglesia parece que se puede documentar por primera vez en el {Ordo Romanus} del siglo XIV, donde el día 2 de noviembre viene indicado como anniversarium omnium animarum. «Hemos salido de las manos de Dios, que nos ha creado, para vivir para siempre», decía el papa Pablo VI. La necesidad y la aspiración a la eternidad que cada uno lleva en el corazón son universales y pertenecen al hombre de todos los tiempos. El hombre no es un «ser-para-la-muerte», sino que desea intensamente vivir y perpetuarse. La experiencia misma del amor enfrenta el deseo de eternidad y la incapacidad de aceptar que todo se destruya en el instante de la muerte. Tenemos una prueba en la bondad de Dios, en su fidelidad y misericordia. Él nos espera y nos llama, sosteniéndonos en nuestro camino terreno con la certeza del encuentro final con Él.

Sin embargo, nuestras obras están en relación con nuestro destino en la eternidad; son el signo tangible de nuestra responsabilidad ante la vida futura. «Somos nosotros quienes formamos nuestra fisionomía para el futuro», sigue escribiendo el papa Pablo VI. Y precisamente, seremos juzgados en relación a las obras de misericordia (Mt 25, 31-46) porque, dice el Señor, «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Por tanto, la misericordia –es decir, el amor solidario que libera al prójimo de su miseria- es el aspecto que mejor revela el don del Padre, representa el reparto de la caridad de Dios a testimoniar a los hermanos, especialmente a aquellos cuya miseria material (pobres, oprimidos, enfermos, sufrientes, abandonados) o espiritual (pecadores, corrompidos, ciegos, extraviados) oprime mayormente. Dios, en su generosidad y benevolencia, hace al hombre partícipe de sus bienes más preciados hasta ofrecer a su Hijo, que encarna todo el amor y la misericordia del Padre, pero pide al hombre un ejercicio análogo de caridad, no solo en su trato con Dios sino en el trato con el prójimo, porque la caridad no excluye a nadie de la redención y se vuelve más atenta e intensa allá donde la miseria es mayor. Dios se ha hecho cercano, se ha revelado en su esencia más profunda y nos ha «absorbido» en su vida: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él» (Col 3,3-4). Y Dios da al hombre, a todos los hombres, la única esperanza de la que tiene necesidad, la de la eternidad. Ante la muerte, Jesús no deja de repetirnos: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.» (Jn 14,1-3)

Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marco Gavasso