«¡Cantemos juntos nuestro aleluya!»: misa solemne por la Pascua de Resurrección del Señor en Jerusalén | Custodia Terrae Sanctae

«¡Cantemos juntos nuestro aleluya!»: misa solemne por la Pascua de Resurrección del Señor en Jerusalén

Basílica del Santo Sepulcro, Jerusalén. 8 de abril de 2012

Ya llegó el día tan esperado, el día de la alegría plena destinada a no acabar jamás, el día que todos esperaban y que, precisamente en este lugar, se ha hecho realidad. Aquí Dios entró en la historia humana con todo su Ser y nos ha entregado toda la fuerza de su novedad.

La mañana de la Pascua del Señor, la basílica del Santo Sepulcro se ha visto inmersa en un clima de gran fiesta y, en el corazón de todos los presentes, resuena el anuncio de la resurrección, que precisamente salió de aquí y llegó a todo el mundo. Muchísimas personas, entre religiosos de las distintas congregaciones de Tierra Santa, fieles de la comunidad cristiana local y peregrinos de todas las lenguas y países, se han reunido en torno al edículo del Santo Sepulcro para asistir a la santa misa solemne que se ha celebrado aquí. La liturgia ha estado presidida por S. E. Mons. Fuad Twal, patriarca latino de Jerusalén, junto al que han concelebrado S. E. el cardenal William Joseph Levada, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Bíblica Pontificia y de la Comisión Teológica Internacional, y decenas de sacerdotes, entre los que había también numerosos franciscanos. La ceremonia ha estado animada por el Coro Magníficat de la Custodia de Tierra Santa, dirigido por Hania Soudah Sabbara, y ha estado magistralmente acompañado al órgano por fray Armando Pierucci, director del Instituto Magníficat, la escuela de música de los franciscanos en Jerusalén.

En su homilía, Mons. Twal ha dirigido a todos los presentes y a quienes están en comunión con la Tierra Santa incluso desde lejos sus deseos de una santa fiesta de la resurrección, aún consciente de las dificultades e incertidumbres que amenazan al Oriente Medio, a los pueblos de esta tierra y a los cristianos de estos lugares. Pero Cristo no pide también hoy, como a las mujeres que llegaron al sepulcro hace dos mil años, que nos hagamos mensajeros de la Buena Nueva, testigos gozosos de la Pascua del Señor, por lo que «no tenemos motivos para temer o dudar: la tumba está vacía, el crucificado ha resucitado y está vivo. Ahora, ninguno puede apropiarse de Él: ningún lugar, ningún país ni ningún pueblo». Esta es la semilla de una paz nueva, la fuerza para expandir el amor en sentido universal, precisamente partiendo de la Tierra Santa, donde se encuentra la Iglesia Madre a la que muchos vuelven para buscar a Cristo, para descubrir o redescubrir sus propias raíces. Por ello -ha seguido diciendo el patriarca-, «con nuestro comportamiento y nuestra conciencia, debemos ser un testimonio vivo para la gente de nuestros países, para nuestros peregrinos y para los turistas». Cristo ha resucitado verdaderamente, vive y triunfa sobre el mal para siempre. Por tal motivo, cualquier injusticia o persecución que ha sufrido la Iglesia en su historia, o que todavía la pueda poner a prueba, no hará vacilar la fe y la perseverancia de los cristianos, su sentido de pertenencia a Jerusalén y a la Iglesia de Cristo. Así, junto a las pruebas tangibles de la resurrección, el testimonio más grande es la conversión radical del corazón, la misma que contagió al centurión bajo la cruz de Jesús y a los apóstoles reunidos en el Cenáculo con las puertas cerradas por miedo a lo que podría sucederles. La resurrección de Cristo –ha afirmado Mons. Twal- nos llama con fuerza a enterrar «en la tumba de Cristo nuestras inclinaciones mundanas, nuestras divisiones religiosas, nuestra violencia, nuestra falta de fe y nuestros miedos. Debemos "desvestirnos del hombre viejo […] y vestirnos del hombre nuevo, creado por Dios en la justicia y en la santidad auténtica" (cfr. Ef 4,22-24), que significa ser al mismo tiempo un buen ciudadano que cree en el bien, en la paz y en la "vida en abundancia" (Jn 10,10)». Finalmente, el patriarca ha dirigido una reflexión a todos los pueblos de Oriente Medio que están en proceso de una auténtica renovación, a los enfermos, ancianos, a los prisioneros y a cuantos sufren injusticias y violencia, a aquellos que no pueden vivir la alegría de la Pascua o que, aún deseándolo, no han podido venir al Santo Sepulcro, para que podamos «cantar junto a ellos un día nuestro aleluya», pidiendo que se realice el sueño de la paz, que desde aquí se difundió, para la Tierra Santa y para el mundo entero, y que Cristo nos haga resucitar con Él (cfr. Col 3).

Al finalizar la celebración se ha llevado a cabo la procesión solemne en torno al edículo, el lugar en el que ocurrió la resurrección, llevando el evangeliario y cantando himnos de júbilo. La procesión, rodeada de fieles por todos los lados, se ha detenido en cuatro puntos distintos de la basílica, en la parte septentrional y meridional de la Tumba, en la Piedra de la Unción y ante el Sepulcro, donde cuatro diáconos han proclamado los cuatro evangelios de la resurrección, anunciados de este modo simbólicamente a todo el mundo y a todas las naciones.

Ha seguido el tradicional intercambio de felicitaciones con el patriarca y las autoridades en la Capilla de la Aparición.

La santa Pascua de Jerusalén es una explosión de colores, lenguas y cantos. También los cristianos ortodoxos celebran hoy, con gran fiesta, el Domingo de Ramos. La gran cantidad de gente que ha llegado hasta aquí puede intuir realmente la grandeza del misterio que se realizó en este lugar: Jesús ha resucitado y está vivo todavía hoy, y aquí están los signos de aquel hecho extraordinario, su tumba vacía que se puede ver y tocar y ante la cual también Pedro y Juan, la mañana de la Pascua, finalmente abrieron sus ojos y entendieron que la historia humana había cambiado para siempre.

Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marie-Armelle Beaulieu