Alegría en la Iglesia y en Jerusalén por el nacimiento de María, aurora de la salvación | Custodia Terrae Sanctae

Alegría en la Iglesia y en Jerusalén por el nacimiento de María, aurora de la salvación

Jerusalén, 8 de septiembre de 2011, Iglesia de Santa Ana

La fiesta de la Natividad de la Bienaventurada Virgen María ha comenzado, la mañana del 8 de septiembre, con una celebración en la iglesia cruzada de Santa Ana de Jerusalén. Esta antigua fiesta, de origen jerosolimitano, está testimoniada ya desde el siglo IV y se introdujo posteriormente en Constantinopla y, con el Papa Sergio I, en el siglo VII, en Roma y en todo el Occidente. La fecha de la celebración se fijó en referencia a la dedicación de la antigua Basílica bizantina de Santa María, de la que aún hoy en día se pueden ver algunos restos en el complejo rocoso de la piscina probática cercana a la iglesia de Santa Ana.

La iglesia de Santa Ana, donde se ha celebrado en esta ocasión la misa solemne, se yergue sobre el lugar en el que, según la tradición inspirada en el Protoevangelio de Santiago, vivieron Joaquín y Ana, padres de María, cuya morada parece que no distaba mucho del Templo. Aquí culminó felizmente la larga y angustiosa espera de esta vieja pareja, estéril durante mucho tiempo: María vio la luz y, con el nacimiento de esta purísima e inmaculada criatura, Dios inauguró su proyecto de salvación y se abrió el camino para la renovación de la humanidad corrompida por el pecado.
Entre las antiguas grutas que forman la cripta, la gruta central está dedicada precisamente a María Niña, mientras que en el interior de la iglesia, sobre los capiteles de las dos columnas laterales del altar mayor, están esculpidos los símbolos de los dos evangelistas, Mateo y Lucas, que narraron los episodios de la infancia de Jesús.

En esta mañana festiva y acogidos con gran cordialidad por los Padres Blancos, que custodian este santuario desde mediados del siglo XIX, los frailes franciscanos de la Custodia han hecho su ingreso solemne en la Basílica de Santa Ana, donde se ha celebrado la santa misa en francés, servida y animada siempre por los franciscanos. La celebración ha estado presidida por el padre Stephane Milovitch ofm, actualmente guardián de la Basílica de la Natividad de Belén y, junto a él y además de la comunidad franciscana, se han congregado muchos sacerdotes y religiosos de Tierra Santa que, con alegría, han querido unirse a la oración en este día tan importante para los cristianos.
Entre otros, han participado en la ceremonia Mons. William Shomali, obispo auxiliar del Patriarca latino de Jerusalén, y el Cónsul General de Francia en Jerusalén, Frédéric Desagneaux, con su consorte. Llenaban la iglesia numerosos religiosos y religiosas de distintas congregaciones, muchos miembros de la comunidad cristiana árabe local, amigos y peregrinos procedentes de distintas partes del mundo.
Al finalizar el encuentro, los participantes se han reunido de nuevo en una bella esquina del amplio jardín del convento de los Padres Blancos, anexo a la iglesia de Santa Ana, para tomar un refresco y charlar distendidamente.

“Cuando nace un niño, toda la familia se alegra y participa en la fiesta por el maravilloso don de una nueva vida -dice el padre Frederic Manns ofm, profesor del Studium Biblicum Franciscanum, que también ha participado en las celebraciones de la Natividad de María-. Y esto es lo que hoy sucede para la comunidad cristiana de todo el mundo. María se nos ha dado como un don preciosísimo. Tras el rechazo de Eva, que se negó al proyecto de Dios, María reabre la esperanza de la vida para todo el género humano, la posibilidad para toda criatura de volver, gracias al sí de María, al diálogo y a la intimidad plena con su Creador”.
Escribe Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Mater: “La Virgen resplandece como imagen de la belleza divina, morada de la eterna Sabiduría, prototipo de la contemplación, icono de la gloria; Aquella que, desde su vida terrenal, poseyendo la ciencia espiritual inaccesible al razonamiento humano, con la fe ha alcanzado el conocimiento de lo sublime”.

María es la extraordinaria “portavoz de lo esencial”, el punto de interseción entre las relaciones horizontales y verticales, la sede de la correspondencia secreta entre el diseño divino del amor infinito y la figura de la humanidad perfecta. En el diálogo entre Dios y María madura plenamente la fuerza desarmada y desarmante de la ética del amor, de una autoridad divina que se confía a la gratuidad del sí de una criatura. María simboliza la vocación profunda del ser humano a escuchar el lenguaje original de Dios, a coger y acoger en sí la Verdad. Ella se sumerge en la experiencia totalizadora de la Revelación, gracias a la cual, lo que por su naturaleza se presenta como inaccesible, impronunciable, inaudible, se convierte, sin embargo, en punto de contacto e intimidad con la criatura humana. La Verdad divina, por tanto, viene a habitar la vida y la palabra del hombre, encontrando espacio en una nueva dimensión dialógica que se empeña en dar continuidad al discurso divino en la historia humana.

La historia de María, de la que hoy -con su nacimiento- celebramos su comienzo, encuentra una resonancia continua en la historia de un Dios que se hace necesitado y paciente, en el azar que supone confiar su proceder y su manifestación a la responsabilidad de una criatura inocente. Y en la profunda belleza de este encuentro, Dios se revela, y la Verdad de la Revelación, eternamente pronunciada y entrada para siempre con María en la historia, continúa en un diálogo infinito.

Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marco Gavasso